Para Unamuno, el gran tema de la filosofía es “el
hombre de carne y hueso”, con sus angustias y sus contradicciones. Él mismo se definió como un hombre siempre en
lucha consigo mismo, “la paz es mentira”, solía decir. En el siguiente
fragmento perteneciente a su obra Del
sentimiento trágico de la vida (1913) nos habla de su contradicción íntima:
“Varias veces, en el errabundo curso de estos
ensayos, he definido, a pesar de mi horror a las definiciones, mi propia
posición frente al problema que vengo examinando, pero sé que no faltará nunca
el lector, insatisfecho, educado en un dogmatismo cualquiera, que se dirá:
"Este hombre no se decide, vacila; ahora parece afirmar una cosa, y luego
la contraria: está lleno de contradicciones; no le puedo encasillar; "¿qué
es?". Pues eso, uno que afirma contrarios, un hombre de contradicción y de
pelea, como de sí mismo decía Job: uno que dice una cosa con el corazón y la
contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida. Más claro, ni el
agua que sale de la nieve de las cumbres.
Se
me dirá que ésta es una posición insostenible, que hace falta un cimiento en
que cimentar nuestra acción y nuestras obras, que no cabe vivir en contradicciones, que la
unidad y la claridad son condiciones esenciales de la vida y del pensamiento, y
que se hace preciso unificar éste. Y seguimos siempre en lo mismo. Porque es la
contradicción íntima precisamente lo que unifica mi vida, le da razón práctica
de ser.
O más bien es el conflicto mismo, es la misma apasionada incertidumbre lo que
unifica mi acción y me hace vivir y obrar”.
Esa lucha de contradicciones
íntimas le hizo reflexionar mucho sobre el sentido de la vida humana y unido a
esta preocupación se encuentra uno de los grandes temas de su vida y de obra:
el problema de Dios y de la inmortalidad. Sobre este tema se debatió sin cesar,
entre la dudas de la existencia de Dios y el deseo de su existencia. Leed con
atención “La oración del ateo”, en la
que encontramos a un Unamuno que desea creer en Dios, ya que la existencia de
Dios haría posible su propia inmortalidad:
Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en
tu nada recoge estas mis quejas,
Tú
que a los pobres hombres nunca dejas
sin
consuelo de engaño. No resistes
a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi
mente más te alejas,
más recuerdo las
plácidas consejas
con que mi ama
endulzóme noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan
grande
que no eres sino
Idea; es muy angosta
la realidad por
mucho que se expande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no
existente, pues si Tú existieras
existiría yo
también de veras.
Esta preocupación existencial
aparece también en las novelas unamunianas. A continuación, os dejo un
fragmento del capítulo XXXI de Niebla (1914)
en el que el protagonista de la obra, Augusto, decide suicidarse pero no puede
hacerlo porque es sólo un ente de ficción creado por Unamuno. Observad la
conversación que mantienen el autor y su personaje:
––“¡No, no te muevas! ––le ordené.
––Es que... es que... ––balbuceó.
––Es que tú no puedes suicidarte, aunque
lo quieras.
––¿Cómo? ––exclamó al verse de tal modo
negado y contradicho.
––Sí. Para que uno se pueda matar a sí
mismo, ¿qué es menester? ––le pregunté.
––Que tenga valor para hacerlo ––me contestó.
––No ––le dije––, ¡que esté vivo!
––¡Desde luego!
––¡Y tú no estás vivo!
––¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me
he muerto? ––y empezó, sin darse clara cuenta de lo que
hacía, a palparse a sí mismo.
––¡No, hombre, no! ––le
repliqué––. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te
digo que no estás ni muerto ni vivo.
––¡Acabe usted de explicarse de una vez,
por Dios!, ¡acabe de explicarse! ––me suplicó consternado––, porque son
tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
––Pues bien; la verdad es, querido
Augusto ––le dije con la más dulce de mis voces––, que no puedes matarte
porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes...
––¿Cómo que no existo? ––––exclamó.
––No, no existes más que como ente de
ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de
aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y
malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de
nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al oír esto quedóse el pobre hombre
mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la
mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que
preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se
hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a
mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los
ojos, me dijo lentamente:
––Mire usted bien, don Miguel... no sea
que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que
usted se cree y me dice.
––Y ¿qué es lo contrario? ––le pregunté
alarmado de verle recobrar vida propia.
––No sea, mi querido don Miguel
––añadió––, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en
realidad, ni vivo, ni muerto... No sea que usted no pase de ser un pretexto
para que mi historia llegue al mundo...”
Otro de los grandes temas
unamunianos es la preocupación por España, lo que le llevaría a una meditación
sobre su historia, sus gentes y sus tierras. En su colección de ensayos En torno al casticismo nos ofrece su
visión de Castilla, una visión subjetiva en la que el autor vierte sus
sentimientos en el paisaje castellano. En esta obra, Unamuno define su concepto de “intrahistoria”:
“Las olas de la historia, con su rumor y
su espuma que reverbera al sol, ruedan sobre un mar continuo, hondo,
inmensamente más hondo que la capa que ondula sobre un mar silencioso y a cuyo
último fondo no llega el sol. Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la
historia toda del «presente momento histórico», no es sino la superficie del
mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros y registros, y una
vez cristalizada así, una capa dura, no mayor con respecto a la vida
intrahistórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al inmenso
foco ardiente que lleva dentro. Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa
de los millones de hombre sin historia que a todas horas del día y en todos los
países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y
silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que como la de las madréporas
suboceánicas echa las bases sobre que se alzan los islotes de la historia.
Sobre el silencio augusto, decía, se apoya y vive el sonido; sobre la inmensa
humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la historia. Esa vida
intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la
sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la
tradición mentira que suele ir a buscar al pasado enterrado en los libros y
papeles, y monumentos, y piedras”.
Su amor por España es inmenso y de él fue la famosa expresión de “Me duele
España”. Como otros autores del 98,
Unamuno toma como símbolo de España las tierras castellanas, como se aprecia en
este conocido poema unamuniano:
Tú me levantas,
tierra de Castilla
en la rugosa palma de
tu mano,
al cielo que te enciende y te refresca,
al cielo, tu amo.
Tierra
nervuda, enjuta, despejada,
madre
de corazones y de brazos,
toma
el presente en ti viejos colores
del noble antaño.
Con
la pradera cóncava del cielo
lindan
en torno tus desnudos campos,
tiene
en ti cuna el sol y en ti sepulcro
y en ti santuario.
Es
todo cima tu extensión redonda
y
en ti me siento al cielo levantado,
aire
de cumbre es el que se respira
aquí, en tus páramos.
¡Ara
gigante, tierra castellana,
a
ese tu aire soltaré mis cantos,
si
te son dignos bajarán al mundo
desde lo alto!